Acabo de soñar con Shakira. Son las cinco de la mañana y estoy parado escribiendo en la cocina porque tengo el brazo roto y sentado no puedo escribir.
No es la primera vez que sueño con ella. Estoy enamorado de ella desde que la conocí. Y ya son años. La conocí cuando vino a Miami y no sabía hablar inglés y vivía en un apartamento y conducía un auto rojo convertible y quería conquistar el mundo con esa voz milagrosa que viene de siglos de sangre derramada en tierras libanesas y se entremezcla con el desgarro poético de ser colombiana y vivir asomada al abismo mirando curiosa y preguntándose si volaría como una mariposa en caso de saltar, que es como viven no pocos colombianos, hechizados por la tentación del abismo, cantando, pintando o escribiendo al borde mismo del despeñadero.
Nunca nadie me había mirado como me miró Shakira aquella noche y nadie volverá a mirarme así, ni siquiera ella, que ahora sabe que yo no valía esa mirada de fuego que quemaba las entrañas.
Me miró así porque era una niña sabia que se había sentado en televisión conmigo y había descubierto que había algo que nos unía profundamente. Yo estaba sobrecogido y hechizado como si hubiese descendido de los cielos Remedios la bella y cubierto de flores aquel estudio desangelado. Sus padres, sabedores de que llevaban un pequeño milagro que acabaría por embrujar al mundo, resignados a acompañarla en esa larga travesía, no parecían sorprendidos de que nos mirásemos con esa desesperación o ardor por saber qué era aquello que tan profundamente nos unía, si el amor o algo que aún no conocíamos y tal vez jamás conoceríamos.
Cuando se iba caminando deprisa, volvió a mirarme como si sólo yo existiera, como si fuera una amapola que ella quería oler y me dijo con la mirada que la llamase, que quería meterse y perderse en mí.
Pero no la llamé porque estaba casado y era infeliz y me sentía bisexual y no tuve el coraje de contarle todo eso y tampoco que me había enamorado de ella como nunca me había enamorado de nadie, de ningún chico ni chica.
Y fue ella, como tenía que ser, quien me llamó un día y me dijo tímidamente (porque nadie supondría que esa niña que subyuga multitudes es de una timidez casi esquizofrénica) que me invitaba al cine a ver Titanic. Y yo, cobarde, tratando de evitar mi propio naufragio, que se hundiera el matrimonio con Sofía y ella se llevara a nuestras hijas a la ciudad del polvo y la niebla como acabó llevándoselas, le dije que no podía ir al cine con ella. Nunca más volvió a llamarme. Nunca más me miró como aquella noche, diciéndome si quieres, soy tuya, ven y atrévete y pruébame y no podrás dejarme.
Si hubiera tenido el valor de ir al cine con ella, tal vez hoy estaríamos juntos, tendríamos hijos y no seríamos felices porque ella lloraría en silencio cuando yo le dijera que además de sus caricias y sus besos necesito también el amor de un hombre que me quiera como no quiso o no pudo quererme mi padre, que me dijo desde niño que yo había nacido para ser un mariconcito, que es lo que en efecto fui con Shakira y terminé siendo hasta hoy, un mariconcito al que sin embargo le gustan extrañamente las mujeres.
Luego Shakira conquistó el mundo y se enamoró de Antonio el noble y, fue inevitable, yo también me enamoré de él, porque es uno de los hombres más buenos, leales y valientes que he conocido y porque cuando nos sentamos a hablar de madrugada me hace llorar por lo puta y cabrona que ha sido la vida con él y, sin embargo, por la alucinante fortuna que tuvo al hallar en esa pequeña diosa libanesa a la curandera que ha restañado sus heridas y lo ama como no he visto que se amen nunca dos amantes, aunque es verdad que casi nunca salgo de casa y a casi todos los amantes que veo los veo en las películas, unos amantes bellos, arrojados, con esa pasión suicida y poética que tenían antes, cuando daban la vida por amor. Por eso los amo sin reservas y deseo que estén juntos y felices para que nos demuestren a nosotros, los cobardes y ermitaños, que el amor sí es posible, sólo que no lo conocemos porque nos falta coraje.
Que es lo que no le faltó a Antonio, coraje, cuando vio en mis sueños que estaba ahogándome en una playa mexicana a la que me habían invitado como a veces me invitan para reírse de las vulgaridades o extravagancias que digo. Antonio me vio ahogándome, Shakira a su lado, y no dudó en meterse a salvarme. Shakira se quedó aterrada porque las olas me envolvían, devoraban y lanzaban contra el fondo arenoso y tal vez pensó que ese mediodía perdería al amor de su vida, lanzado temerariamente a rescatar a un pusilánime como yo, que no merecía tamaño riesgo.
Y ahora en mis sueños (azuzados por las pastillas que trago cada noche queriendo ahogarme en otros mares procelosos) estaba Antonio a mi lado nadando, braceando, dándome ánimos, alejándome de las olas que me arrastraban, y me tomaba del brazo y me decía tranquilo, man, ya estás conmigo, ya estamos afuera, tranquilo, man, porque Antonio me dice man cuando tomamos vino y es mi hermano. Y ahora Antonio conseguía dejarme en un lugar seguro, con piso, y enseguida una corriente pérfida como el alma del mexicano servil que te halaga y luego traiciona se lo llevaba allí donde las olas le caían encima con saña y ferocidad y Antonio se ahogaba, se hundía, no encontraba fuerzas para volver donde mí y se dejaba abatir por esa maldita emboscada del destino.
Entonces pasaron dos cosas memorables que, recién despertado del sueño, recuerdo ahora con vergüenza y admiración. Vergüenza porque no fui capaz de atreverme a salvar a Antonio como lo hizo él por mí: me quedé parado, inmóvil, avergonzado de mí mismo, mirando cómo moriría ahogado mi amigo. Y me sentí un pedazo de mierda, un cobarde despreciable. Y admiración porque de pronto vi a una mujer pequeña, resuelta, ajena al miedo, entrando sin vacilaciones al mar, surcando las olas, segura de que enfrentaba apenas un peligro menor que ella sabría conjurar con el aplomo que los dioses le dieron para hacer siempre el bien y jugarse la vida por las causas más nobles, como salvar la vida de su hombre noble. Y así fue como Shakira se metió hasta donde reventaban unas olas enormes y recogió los escombros de Antonio y le dijo o cantó cosas al oído y fue más fuerte que la más chúcara y matonesca de todas las olas y lo sacó hasta la arena y lo revivió besándolo y sacándole el agua que Antonio había tragado y tragando ella esa agua salinosa como si fuera un pacto de amor eterno.
Yo miraba humillado y con ganas de pedirles perdón por ser tan poca cosa, un bicho miserable al lado de ellos.
Y entonces ocurrió algo inesperado. Y es que Antonio recobró la lucidez y Shakira se puso de pie y vino hacia mí y pensé que me daría una bofetada por cobarde. Pero no: me dio un beso impensado y me dejó en los labios el sabor salado de los labios del noble y me dijo: Antonio y yo nunca dejaremos que te mueras ahogado. Y yo le dije: Pero tú nunca me amarás como la noche que nos conocimos. Y ella me dijo: Ahora te amo más, porque sé que eres lo que eres y me gusta que seas hombre y mujer y porque quizá algún día tendremos un hijo gay. Y miré a Antonio aterrado y él sonreía como si la idea le pareciera linda. Y yo quise besarlos a los dos, decirles que era suyo, todo suyo, pero entonces desperté sólo para recordar que la última vez que abrí los ojos tan repentinamente estaba ella, Shakira, acariciando mi rostro en un sillón rojo del hotel Mandarín de Miami, que fue otra manera de salvarme de morir ahogado, intoxicado por las pastillas que me devuelven al mar del que ya no sé si podré salir.
Jaime Bayly
27 de Octubre de 2008
.-*Sol de Las Caderas*-.
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