martes, 24 de marzo de 2009

El Amor En Los Tiempos De Crisis





Les dejamos un interesante texto para que lean:


Se enamoraron nada más verse. Un flechazo, como suelen decir. Él estaba ultimando el menú en el bar de la esquina, en esa corta hora y media de receso entre el horario de mañana y el de la tarde. Ella apuraba su café muy caliente de un rápido sorbo que le quemaba la lengua. Se miraron rápidamente. Sus ojos verde esmeralda le turbaron el flan del postre. Fue un vistazo corto, fugaz, apenas un segundo o dos en el que sus miradas se cruzaron, se encontraron y siguieron luego inmersas en el vacío humilde de las melancólicas tardes de otoño, el ruido constante de platos y cucharas y el olor penetrante a refrito. A pesar de todo, el bar se llenó de amor.
Esa misma semana volvieron a encontrarse. Ella prendía fuego a un cigarrillo rubio, lanzando el humo al aire para no molestar a sus amigas. Él disfrutaba una cerveza en la barra del pub con sus compañeros de turno. (De fondo, una tierna música preparaba el ambiente y presagiaba el futuro: «¡Ay!, mi piel, qué no haría yo por ti; por tenerte un segundo, alejados del mundo y cerca de mí».) Y sus ojos volvieron a posarse en los ojos del otro, quizá esta vez más pausadamente, más relajados, como intentando leer cada poro, cada milímetro de cuerpo. Tal vez quisieron encontrarse. Tal vez los dos acudieron a aquel pub con la vívida esperanza de que la otra persona estuviera allí.
Al final fue ella la que se acercó. «¿No trabajas esta tarde?». «Ahora cerramos los viernes. No hay apenas trabajo», respondió él. Se dijeron sus nombres. Hablaron unos minutos. Intercambiaron unas risas nerviosas y unos segundos de silencio y se citaron ilusionados para más tarde, esa misma noche.
Horas después, él y ella compartían una mesa de madera en aquel pub, en un rincón olvidado y oscuro de la sala húmeda, envueltos en la neblina del tabaco y la música alta, ocultos por los adormecidos rostros de la clientela y el rápido vaivén de las camareras. Se contaron media vida, se miraron mutuamente, repasaron los minutos que vivieron alejados y, casi al final de la noche, cuando el bar era tan solo un murmullo ciego y una alfombra de colillas muertas, cruzaron la línea que separa la amistad del amor. Se besaron todo un siglo y prometieron no separarse nunca.
Aquella noche la pasaron juntos. El sol los encontró al día siguiente abrazados, cuerpo a cuerpo, sin más distancia que un suspiro y felices de haberse conocido. De nuevo, pero ahora en sus mentes, sonaba aquella canción que les había unido: «¡Ay!, mi piel, no te olvides del mar, que en las noches me ha visto llorar tantos recuerdos de ti».
Y él le dijo a ella: «Eres lo mejor que me ha pasado en mi vida». Y ella le susurró al oído: «Llevo tantos años esperándote?».
Ya no se separaron. Él siguió trabajando en aquella fábrica que cerraba los viernes y que poco a poco le iba dejando más horas libres. Ella pasaba las mañanas y las tardes echando currículos en todas partes desde que el bufete de abogados prescindió de sus servicios. Sin embargo, prometieron no alejarse nunca el uno del otro y aún siguen abrazados, queriéndose como el primer día, aquel día en el que sus miradas se cruzaron un instante que les pareció eterno. «¿Qué nos ha pasado?», se preguntaban. «¿Por qué el amor es tan inesperado, tan maleducado, que entra sin llamar?». «¿Por qué junto a ti me siento en paz conmigo mismo y solo escucho tu voz que susurra "te quiero amor mío"?». «¿Por qué sin ti no puedo respirar y mi vida se queda sin aire, sin sentido, sin rumbo, sin ilusión?». «¿Por qué contigo el ruido de la calle, el ruido de la crisis, se convierte en una melodía de pasión, besos y piel contra piel que me elevan al cielo del amor eterno y puro?». «¿Qué nos ha pasado, amor mío?».
«Contigo cae el muro que separa el amor del sexo, es sexo con amor, no hay nada comparable; ahora entiendo la palabra felicidad, felicidad eres tú. Todo lo demás no importa. Todo lo demás es más fácil si estamos juntos tú y yo. La vida es dura y difícil, la crisis la complica más, pero cuando la miro con tus ojos, todo cambia, todo es esperanza y luz al final del túnel. Sabes que si estamos juntos, lo podemos todo».
Meses después, un expediente de regulación puso a cuarenta y dos trabajadores en la calle. Él fue uno de ellos. Aquella mañana volvió a casa cabizbajo, pensativo, golpeando los papeles olvidados de las aceras. Su sombra por las callejuelas, alargada por un prematuro sol, le parecía ajena a su cuerpo. Todo desesperanzado buscaba la esperanza, y allí estaba ella en casa, sentada en el sofá, leyendo en vano ofertas de empleo del periódico. Cuando lo vio entrar, ella, que creía conocerlo de toda la vida, supo que las cosas iban a ir un poco peor a partir de aquel momento. Se miraron en silencio, como el primer día. Estuvieron abrazados largos minutos, callados. El amor hablaba por ellos.
Durante los meses siguientes ninguno pronunció la palabra «crisis» para referirse a su situación. La borraron de sus mentes, del diccionario interior. Aprendieron que quizá no tendrían trabajo pronto, que tenían ante sí una larga travesía por el desierto, pero se tenían el uno al otro, y eso estaba por encima de todo lo demás. Intentaron seguir con sus vidas, unas vidas que eran la suma de las vidas de él y de ella. Una vida que, para ellos dos, consistiría en seguir amándose cada segundo y cumpliendo hasta la muerte la promesa de no separarse nunca, pase lo que pase, el uno del otro. Y de nuevo, muy adentro, en sus almas, volvía a sonar aquella tierna canción de Shakira: «Hay amores que se vuelven resistentes a los daños, como el vino que mejora con los años; así crece lo que siento yo por ti». Y que iba alargando esa letanía hasta el infinito: «Yo por ti? por ti? como el amor que siento yo por ti?».
Peores crisis se han superado. Ánimo compañeros, que de esta salimos. Mientras tanto? siempre nos quedará el amor.
















Federico

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